La Cognición del dolor

La Cognición del dolor

Hubo un tiempo del “Liceo Clásico” y se estudiaba, se estudiaba de verdad, era una educación para el estudio, para el profundizar, era una orientación hacia el conocimiento de la – Gran Belleza –, estudié y por ello tuve un acercamiento, por ejemplo, con Horacio, ODI,I,11 o con la impredecible semilla de la desobediencia.

Ahora, en esta etapa de mi vida, está la adquisición de la Cognición del dolor, es decir, el reconocimiento del gran fracaso social. Este que estoy atravesando es el tiempo de la decadencia, no es progreso, sino un gran retroceso, un retorno a una Edad Media oscura, más sencillamente a una era del jabalí, la devastación de la cultura y de la gran belleza de la humanidad, de la vida, de la existencia misma, si se quiere.

¡Carpe Diem!

Hay poetas que saben hablar el lenguaje arcano del alma, versos que se encuentran de manera inconsciente, en un día gris del liceo, se traducen torpemente y, también de manera inconsciente, se terminan memorizando. Hay palabras que se mastican durante mucho tiempo, que se incrustan en la estructura compleja de significantes que es nuestra biografía, siempre abierta a un número potencialmente infinito de significados. Eso fue lo que me pasó a mí, cuando leí por primera vez los versos de Quinto Horacio Flaco, cuando todavía no sabía que recorrería los senderos de la filosofía, que querría ocuparme de la Verdad.

Spem longam reseces: ¿Qué esperanza debo cortar? ¿La de ser diferente de lo que soy? ¿La de no haber sido pensado, en el fondo, para buscar, preguntar, desobedecer, morder? ¿Tengo en mí el deseo de la verdad y, al mismo tiempo, la cobarde esperanza de no tener ojos para comprender su sentido? ¿Soy una nerviosa y salvaje contradicción?

Dum loquimur fugerit invida aetas. ¿Por qué huye el tiempo ante nuestras palabras? ¿Por qué sus ataduras no retienen firme el Logos?

Carpe diem.

Es la muerte del tiempo que no ve. Podría haber sufrido ciegamente y, en cambio, quise desgarrar las tramas de lo que sucedía ante mis ojos. Y todavía busco lo que brilla, custodiado tras cadenas de fenómenos y accidentes. ¡Lo que brilla!

Es la pérdida de todo pensamiento filosófico, la pérdida de esa mirada curiosa e inocente hacia el mundo; un vicio quizás igualmente grave es el juicio superficial y simplista que se hace ante situaciones complejas.

Quien haya estudiado filosofía, o leído algún libro quizás no del todo bien pensado, habrá pensado que, al fin y al cabo, incluso para los filósofos el mundo es demasiado difícil de interpretar, no hay soluciones definitivas, la llamada búsqueda siempre está abierta, la verdad no la conoce nadie, etcétera. Administración ordinaria de escenarios posmodernos.

Y aunque, yendo un poco más profundo y recorriendo los caminos que luego se resumen torpemente en esas máximas simplistas, cierto sentido esas frases también pueden tenerlo, es verdad que las aparentes conclusiones incómodas para los filósofos, es decir, las abiertas y desordenadas, se revelan en realidad a su favor y del ego. ¿Pero cómo? Siempre se piensa que los llamados filósofos quieren hacer pensar a las personas para llevarlas a conclusiones o perspectivas nuevas respecto al modo común de razonar y vivir. El completo no-saber posmoderno funciona de manera similar: al no poder existir un saber estable, un referente cierto, parece que se ha alcanzado el punto verdadero de todo el recorrido cultural desde la antigüedad hasta hoy. Y así, de haber dado un paso hacia la verdad, hacia la sinceridad del conocimiento, contra dogmas, localismos, saberes obsoletos. Pero, al contrario, quien se mueve en esa dirección con demasiada facilidad no hace más que depositar todo aquello que querría superar —verdad, saber, referentes— dentro de sí mismo en lugar de en el mundo. Por lo tanto, yo valgo porque lo que vale es mi opinión. No sabiendo interpretar lo que tengo fuera, me lleno a mí mismo: así piensa el concentrador de pensamiento de hoy, que sin embargo demuestra tener tras de sí un notable desierto cognitivo.

El esfuerzo del pensamiento debe ser siempre alcanzar la máxima conclusión posible, la explicación profunda de cada parte que sentimos. Y así, llegar a un punto firme del pensamiento, no ceder a las seducciones fáciles que nos dejan flotar siempre en opiniones cómodas para nuestra supervivencia, debe permitir reflexionar incluso sobre la posibilidad de no pensar más, de salir temporalmente de nuestro propio ser. Hay que aprender a «hablar en grande o callar», decía Nietzsche. Hay que aprender a mantenerse firme sobre la espalda del rigor, en lugar de ceder a las seducciones fáciles.